Suena el despertador. Aquella mañana mi mesita de noche estaba habitada por algo que no debería estar ahí, un extraño pero querido compañero: mi cámara de fotos. Al instante de verla recuerdo porque la dejé ahí, y dos palabras vienen a mi mente: mil fotos. Va a ser un largo día con la cámara sobre mi hombro. Al principio siento cierta apatía e incluso desgana, pero enseguida dejo de engañarme: estas cosas me encantan.
Tras subir las persianas de mi habitación observo que el clima no me acompaña. Prefiero un día soleado a uno lluvioso. Qué se le va a hacer. Echo un vistazo a mi patio y me viene a la cabeza un experimento que los pintores impresionistas solían practicar: ¿Y si saco fotos de mi patio interior en distintas épocas del año? Acto seguido, cogí mi cámara y disparé mi primera instantánea del día. No sólo saque una ya que probé diferentes perspectivas, hasta que mi anatomía no me permitía más.
Al salir de la ducha (no saque ninguna foto ya que mi cámara no es impermeable), me planto en el pasillo y me quedo embobado con las alargadas sombras que los objetos proyectan en el suelo. Esto me da una idea para una maravillosa instantánea. Pongo mi cámara a la altura de los ojos y mi dedo comienza a apretar de manera endiablada el botón de disparo. Me detuve a fotografiar todas y cada una de las sombras desde diversos puntos de vista.
Ya en la cocina, antes de desayunar, me dedico a sacar fotografías a la mesa llena de bollos, tazas, vasos y cartones de leche. Y como no, recrearme con la jarra de café caliente y las pícaras formas del humo que desprende. Tras desayunar toda la familia la mesa queda vacía. Debo irme de casa para llegar puntual a la universidad, así que olvido la cámara por un momento y me dedico a prepararme para bajar. Me apresuro ya que bajaré andando en vez de en autobús o en coche y, por lo tanto, tardaré más. Sobretodo parándome a fotografiar los alrededores del camino que tomo hacia la universidad. Ya en la calle me doy la vuelta y saco una instantánea de mi edificio.
Creo que soy un hombre afortunado. No muchas personas pueden tener el placer de pasar por el Casco Antiguo, la Ciudadela y la Vuelta del Castillo para bajar a la universidad. A pesar de saberme el camino de memoria, no soy una persona que apenas se fija de su entorno. Es más, siempre he disfrutado observando los alrededores. Pero esta vez, tenía que fijarme en los más mínimos detalles para poder encontrar una instantánea digna. Creo que llegados a este punto ya sobrepasé el ecuador de las mil fotografías y apenas era media mañana.
Tardé más de lo esperado, pero por fin llegué a la universidad. En clase no tomé ninguna fotografía, ya que, además de haber llegado tarde, un compañero mío tuvo una mala experiencia al sacar una cámara en medio de clase. No quería repetir la situación siendo yo el protagonista. No es justo decir que no saqué ninguna foto en la universidad. Sin ir más lejos, el edificio de comunicación es uno de los más diversos de todo el campus universitario. Este edificio tiene unos pasillos largos, que me permitió sacar unas fotos muy profundas y jugar con el diafragma, enfocando sólo un plano o todos a la vez, o alguno intermedio… pero no podía perder demasiado tiempo en ello, todavía quedaba mucha universidad por retratar.
Nada más salir del edificio, me encontré en la explanada. Es increíble la de fotografías diferentes que se pueden sacar desde distintas perspectivas y lugares. Dirijo mi vista al edificio de derecho y decido sacarle fotos al de bibliotecas. Llamadme maniático, pero no me gusta nada ese edificio. Junto con el de bibliotecas y de comunicación, otro edificio que me dio mucho juego fue el de arquitectura. En este observe como se ponía en práctica la regla de las líneas. Hasta ciencias no llegué, ya que sino se me iba a hacer tarde y, al igual que el edificio de derecho, le tengo especial manía. Aunque es una pena porque este edificio también tiene largos y transparentes pasillo.
Decido variar mi ruta de vuelta a casa y lo hago por el lado opuesto de la Vuelta del Castillo. Para sacar fotos, me parece uno de los lugares que más juego da de todo Pamplona. Tras esto voy a Antoniuti y la Taconera. He pasado mil veces por estos sitios, pero esta vez descubrí rincones que para mí, hasta ahora, habían pasado desapercibidos. También tuve la oportunidad de retratar todos los animales que habitan el lugar: ciervos, patos… Para que luego digan que en las ciudades no hay apenas espacios verdes.
De ahí dirijo mis pasos hacia la Plaza de la O, desde donde saco fotos a la misma plaza y a las vistas que ofrece. El resto de la mañana la pase en el casco antiguo con mi cámara al hombro. Sacando fotos a las calles, los motivos de las casas, la gente haciendo sus compras… La Calle nueva, la Plaza de San Francisco, la Plaza del Ayuntamiento, Chapitela, Estafeta, Navarrería, la Plaza de San José y, por fin, otro de mis rincones favoritos: el caballo blanco, donde saco fotos a la gente sentada en el césped, los edificios de alrededor y sus vistas de la cuenca. Retomo mis pasos hacia la Plaza del Castillo, donde me encuentro con muchísima gente sentada, atravesando la plaza… además de encontrarme con mil cosas a las que fotografiar.
A la tarde me esperaba sesión continua de clase hasta las 9 de la noche. Al volver de la universidad intento tomar las mismas fotos que había echo de la Vuelta del Castillo por la mañana, pero esta vez de noche (otra vez mi experimento impresionista). Se me hace tarde. Antes de subir a casa hago una foto de mi edificio de nuevo.
Tras un día “a cuestas” con mi cámara le doy un merecido descanso y la dejo sobre mi mesita de noche. Quién sabe, igual al día siguiente me da por repetir la experiencia.
Esta práctica me ha servido para detenerme con mayor atención al observar las cosas mundanas y a descubrir nuevos rincones de esta pequeña ciudad que me tiene enamorado. Dicen que siempre puedes aprender algo nuevo en la “segunda lectura”, y yo no puedo estar más de acuerdo con ello.